(editorial La Oveja Roja, Madrid, primavera de 2020)
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"Escribir los últimos poemas del capitalismo"

 Un Manifiesto...

... publicado en la revista "Quimera", nº 467
(Barcelona, noviembre de 2022):

 

ESCRIBIR LOS ÚLTIMOS POEMAS DEL CAPITALISMO



Enrique Falcón





“Todo ha cambiado por completo / Y una terrible belleza ha nacido” 

 (Yeats, 1916).



“Nosotros escribimos en los futuros últimos tiempos de una literatura muerta”
 

(El amor, la ira: escritos políticos sobre poesía, 2016).



Aquí: alguien escribe un poema...

Pasado un tiempo, ese poema (un texto, un artefacto abierto construido con palabras) entra en los circuitos, previsiblemente precarios, de la comunicación social. Y alcanza entonces a alguien que lee o, para más ocasiones de las que nosotros pensamos, a alguien que escucha.

Quien lee, quien ya ha tocado esa página, quien ese texto se ha dispuesto a atender, parece estar inicialmente condicionado por la autoría que enmascara el poema, por los rituales de su codificación de género, por el dispositivo social que lo ha vuelto público, quizá esta o esa otra plataforma editorial especializada en poesía, y también por las lógicas del etiquetado literario que una cultura de mercado ha logrado asignar, específicamente, para ese autor o esa autora y para la tradición de escritura, sea esta cual sea, dentro de la cual cabe imaginarlos.

Pero al final, irremediablemente, ojalá que ya liberado de todo prejuicio, ahí hay alguien que está leyendo un poema: un texto concreto, un artefacto de palabras que emerge de lo real, moviliza consecuencias y desata a saber ya qué efectos. Entre ellos, también el confort, la autojustificación o la parálisis: … poesía española del siglo XXI.

Quien está leyendo, quien ahora está escuchando un poema, dedos y oídos que son tocados por palabras, lo hace atravesado por las peripecias y circunstancias que, en el corazón de los mil actos, conforman su vida. Esa vida está conectada, densamente vinculada, a las condiciones de mundo en que ese lector, esa lectora, vive, sufre y trabaja. Lee un informe de mundo, densamente informe, escrito para quienes habitan ese mundo y están habilitados para transformarlo.

Pero ese mundo, esa clase de vida, hoy están en trance de desaparecer.


* * *

Un corte en la historia, una incisión de este calado, no se habían producido, en la cultura de la civilización a la que pertenecen tanto este alguien que lee como ese otro que escribe, desde tal vez hacía 1.600 años o, visto de otro modo, desde un puñado de diez siglos menos atrás. Conforme más presuntuosas se iban mostrando nuestras obras literarias en las antesalas de este lento colapso, más apaciguamiento se iba congregando en cada uno de nuestros poemas. El aparente triunfo de esa civilización (y también el de buena parte de su literatura) iba ya ensayando una penúltima mueca de orgullo y narcisismo cultural, pese a haberse levantado, culturalmente revestido de una grandeza patética, sobre el saqueo de los pobres y sobre una depredación totalmente irracional de recursos, territorios y energía. Fantasmas residuales en los huecos que también dejan esos poemas para quien, parcialmente distraído, hoy los escucha o los lee: la presencia de lo insoportable en mitad de tanta poesía.

De hecho, atendido y geolocalizado por estados, algoritmos y empresas, el lector ahora siente vibrar el dispositivo a medio metro del libro que acaba de abrir y en cuyos entresijos de plástico y metal aún quedan partículas de sangre, cicatrices perceptibles de las extracciones y del trabajo explotado en los yacimientos del coltan, tres mil millas más al sur. Seis pisos más abajo, el coche del lector ya ha quedado contabilizado entre los penúltimos de una larga serie de privilegios, los de la movilidad privada por placer o por necesidad, capaces de incrementar durante siete décadas, hasta límites obscenos, las temperaturas medias del planeta, mundo finito y con bordes en que ese lector vive, lee, ama, consulta una pantalla y tal vez regresa tarde de un trabajo. Vida levantada con créditos a la injusticia y a la desaparición, denegación turística del futuro, emborronado del sufrimiento colectivo actual.

Lustros después, cuando alcancen a tener la edad con la que hoy ese alguien se ha dispuesto a leer, sus hijas no podrán jamás viajar en avión y el horizonte de su mundo apenas sobrepasará el radio geográfico de los 150 kilómetros. Previsiblemente, al final de sus vidas, su dieta y sus pautas de consumo y energía disponible serán equiparables a las del europeo medio del siglo XVIII en el peor de los casos, o de finales del XIX en el mejor de todos ellos. Sin embargo, esas niñas que acaban de nacer (y todavía habrán de crecer creyéndose las promesas tecnorreligiosas de un metaverso amable) quizá terminen siendo parte de los muchos europeos forzosamente obligados a incorporarse a los futuros desplazamientos de la población de descarte, en el curso de las nuevas guerras climáticas, en la sucesión de los nuevos ciclos de escasez o en la emergencia de las cada vez más amplias clases sobrantes.

Quienes señalan que, en el fondo, este tipo de percepción no sería más que un inconsciente anhelo de muerte cultural, más propio de sociedades morosamente decandentes como las analizadas por Douthat, también deberán advertir del horror que mucha gente experimenta hoy ante la posibilidad de estar viviendo (como en el mundo del bajo imperio romano que Auden describiera) en una prolongada y aburridísima civilización “desprovista de creatividad, entusiasmo y esperanza”. Sin embargo, la existencia y la dimensión de los límites físicos que nuestro tiempo evidencia son más que suficientes para dinamitar esas sospechas y revelarlas como lo que siempre fueron: un sutil mecanismo de tranquilización social. Pocas veces hubo tantas señales y huellas con las que dar cuenta de todo un cuerpo enfermo. Y pocas veces antes, la sombra del aura que tantas personas quisieron atribuir a la creación poética había quedado tan empequeñecida por la irrupción de algo que es tan objetivamente material. Ya no podemos ignorar que toda nuestra cultura será totalmente perturbada por esa clase de fuerzas. Esto lo saben el alguien que lee y el alguien que escribe.

Visto de otro modo: nunca el optimismo de tantos, nunca el optimismo del orden conformado de las cosas, se habían opuesto tanto a nuestra desolación y a nuestras más asombrosas esperanzas. La primera, acerca del fracaso y de los inminentes colapsos en nuestros actuales modelos de civilización y cultura; las segundas, acerca de las posibilidades que desde luego tenemos para resistir colectivamente con una vida digna en los días de después. Espera de lo peor. Y esperanza en lo bueno.

En tanto relatos literarios capaces de hablar más de nuestro presente que de nuestro futuro, los apocalipsis emergentes están hoy tan capacitados para cuestionar radicalmente nuestra tendencia a desplazar los Últimos Hechos como para entender mejor un error grave en nuestro posicionamiento político en el medio del mundo: que, posponiendo en el tiempo esos hechos, posponemos también nuestras propias responsabilidades presentes. El desaliento que ya ha promulgado nuestra cultura no niega más que la posibilidad de que haya un futuro, especialmente si se trata de un futuro en el que dignamente podamos caber todos. No resulta extraño, pues, que en el orden del día establecido cada vez se intensifique más ese particular interés que ideológicamente se dirige a sembrar estados colectivos de impotencia, haciendo limitar los apocalipsis al relato de una mera catástrofe, borrando intencionalmente el hecho de que, en su aportación política más decisiva, el relato apocalíptico relata algo mucho más crucial: que lo que cae no es el mundo, sino el poder de un mundo, el que rige este mundo.

Así que: lo que de ahí surge es una vida más plena para una tierra esperanzadamente más justa, aunque el alguien que lee, y el alguien que escribe, se preguntan si también es hora de anticipar, como pensara antes Pasolini, nuestra propia consternación ante la probabilidad de que, alcanzadas ya todas sus posibilidades y tras convertir la desesperación en determinación para el dominio, el fascismo muestre en esos días su rostro final, y si es tiempo de emprender, ahora y necesariamente organizándonos, algún tipo de acción.


* * *

Pero antes de que todo eso pase, alguien escribe un poema.

Un texto, no otro, un texto en concreto, un informe, caja negra del mundo, un algo que acompaña, un dispositivo de palabras que tiene consecuencias, o que se abre en canal para poder alterarlas, un artefacto de legitimaciones que eligió justificar determinados modos de vida, o que elige no hacerlo. Eso es lo que escribe, en el mientras tanto del presente inmediato, justo en el que se escribe también una poesía dignamente vulnerable pero también capacitada para acompañar procesos generosos de solidaridad e interdependencia y acciones políticas de emancipación, custodia y apoyo mutuo. En el corazón de los mil vínculos, eso es lo que escribe. Y eso, lo que querremos acompañar.

Sacaremos de nuestros poemas las palabras del amo, nos cuidaremos de no dar cabida a la voz del ataúd, no abriremos la boca si nos la colonizan, total o débilmente, los lenguajes del poder, porque el nuestro es un combate espiritual que se ha reestablecido a partir de las condiciones materiales de la vida. Usaremos todas las técnicas, todas las retóricas, todos los registros, y cuando nuestros poemas se vuelvan previsibles, aprenderemos a callar.

Antes que a escribir aprenderemos a escuchar, especialmente allí donde se organizan los cuerpos y la vida frente al poder de la injusticia y el horror de la desaparición, y nuestros poemas sabrán de la química insurrecta de la fotosíntesis, como deseaba Yayo Herrero; o de la extrema belleza de la huelga general, como quería Jorge Riechmann; o del pan que se comparte en los rincones de las periferias, como soñaba Pilar Serrano; o de los alfabetos universales de lo bueno y lo común, por los que Modou Kara Faye dio la vida; o de la capacidad de organizar la insignificancia, como ha reclamado un personaje de Belén Gopegui; o de la voluntad de contarnos en mitad de los vínculos y en las prácticas de la conversación y la asamblea, como ha pedido Eva Lazcano.

Cantaremos porque sí, y porque ahí, pero también por deber y por encargo, que es como decir que por escucha, y nuestra obra solo tocará los pies de quienes nosotros hemos elegido.

Escribiremos poemas panfletarios y también poemas majestuosos, porque en ambas situaciones sabremos sonreír ante los que desde la Ciudad Letrada reclaman calidades exquisitas desde plazas vacías que están a punto de arder. Sin embargo, si nuestros poemas no acompañan, cerraremos la boca; si lo que escribimos no procura tener consecuencias, dejaremos de escribir; y si pisoteamos con nuestros versos a los que ya viven postrados, o mueren ofendidos, deberemos imponernos como un propio castigo permanecer algún tiempo en un estricto silencio.

Haremos inventario de todos los mitos, de todos los relatos, y reescribiremos su legado exponiéndolos ante el precipicio que han abierto los límites de nuestra civilización, actualizando lo que nos siguen contando, o viéndolos simplemente desaparecer, en cada uno de los trasvases que hoy se dan entre narración e historia, entre poesía y experiencia colectiva, entre palabra previa y hecho producido.

Escribiremos poemas políticos con poemas de amor, y también allí habrá muertos y heridos, y palacios derruidos y poderes calcinados y, entre todas sus ruinas, también sueños y gentes que ya pueden bailar, porque lo que precipita un cambio cultural sin precedentes (Spengler lo intuyó) es un nuevo temor a la muerte, un nuevo temor al mundo, y con él una transformación radical de todas las cosas.


* * *


Por eso estamos escribiendo los últimos poemas de una literatura que está en vías de morir.

Y sin embargo, el confort, la autojustificación, la parálisis: … poesía europea del primer cuarto de siglo, jugueteos gratuitos con las sombras del lenguaje, cancioncillas que entretienen a los amos en los días de viento, vidas adolescentes prolongadas hasta lo ridículo, ostentación del ego y evasión del mundo, presentismo como variación de la ceguera, ritmos estupefacientes, bodegones conceptuales derramándose sobre estáticas naturalezas muertas, narrativas del cinismo y de la irresponsabilidad, violines en la cubierta del Titánic, exquisitas catas de vida apenas reservadas para una parte de la población, dispensadores de dopamina, versos tranquilizantes, subjetividades devoradas por el trauma, poemas banales para el big data final.

También a nuestros actuales campos de producción cultural, y específicamente en ese universo simbólico que llamamos escribir, distribuir y escuchar poesía, se les podría aplicar el principio, recordado por Lynn Margulis, de que los sistemas de vida y cultura terminan siendo frenados porque nada es autosuficiente ni nadie puede comer o respirar sus propios residuos.

En el tiempo en que empezamos a ser conscientes de estar diciendo adiós a una civilización entera, ¿qué horizontes tratará de saludar hoy nuestra más poesía reciente? ¿Ha entrado ya en ella, y en los relatos que ideológicamente construye, la esfera de lo que se muestra inaudito?

¿Qué cantaban, en una lengua que ya no puede descifrarse, los últimos poetas de la Isla de Pascua, poco antes que su mundo desapareciera tras la sobrexplotación de sus recursos naturales? ¿Cómo entonaron sus poemas las gentes del Clovis, antes de desvanecerse por completo en los basurales de la historia? ¿Con qué versos los cantores nabateos se despidieron de las ciudades que su pueblo tuvo que dejar abandonadas y fatalmente atrás? ¿De qué libros querrán acordarse los nietos de Gary Snyder cuando escalen, por colinas escarpadas, “las cimas venideras”1? ¿Qué arte acompañará la nueva lucha de clases? ¿Con qué cantos los amantes saludarán la llegada de los tiempos insólitos?… Avistamos fronteras, colapsos y abismos, y una belleza terrible ha nacido.

Y así, aquí hay alguien que escribe:

Ay de las épocas en que sus poetas / comienzan a escribir apocalipsis”.

E. F.

 

 

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1 “Las colinas escarpadas, las cuestas / de la estadística / se extienden al frente. / La inclinada subida / de todo, hacia arriba, / arriba, y todos nosotros, / hacia abajo. // En el próximo siglo / o en el siguiente, / según dicen, / habrá valles, y pastos, / allí podremos encontrarnos con calma / si llegamos. // Para escalar esas cimas venideras / un consejo para vosotros, para / vosotros y para vuestros hijos: // permaneced juntos / aprended de las flores / id ligeros de equipaje” (Gary Snyder: “Para los niños”, de Turtle Island, 1974).